Yo he vívido varios años en Bélgica, y puedo decir que es una nación tan adelantada como la que más en todos esos órdenes de cosas en que hoy se hace consistir la civilización (en la que por desgracia se concede más importancia a los kilómetros de ferrocarril que a las obras de arte); y Bélgica es una nación católica, más católica en el fondo que España. Pero en Bélgica hay otras confesiones, y hay además fuertes agrupaciones anticatólicas; los católicos tienen que estar atentos y vigilantes, tienen que luchar y luchan con tanto ardor como en los tiempos del Duque de Alba. La flaqueza del catolicismo no está, como se cree, en el rigor de sus dogmas: está en el embotamiento que produjo a algunas naciones, principalmente a España, el empleo sistemático de la fuerza. Cuanto en España se construya con carácter nacional, debe de estar sustentado sobre los sillares de la tradición. Eso es lo lógico y eso es lo noble, pues habiéndonos arruinado en la defensa del catolicismo, no cabría mayor afrenta que ser traidores para con nuestros padres, y añadir a la tristeza de un vencimiento, acaso transitorio, la humillación de someternos a la Influencia de las ideas de nuestros vencedores; mas por lo mismo que esto es tan evidente, no debe de inspirar temor ninguno la libertad. Hoy no puede haber ya herejías, porque el exceso de publicidad, aumentando el poder de difusión de las ideas, va quitándoles la intensidad y el calor necesarios para que se graben con vigor y den vida a las verdaderas sectas. Los que pretenden ser reformadores no pueden crear nada durable: pronto se desilusionan y concluyen por aceptar un cargo público o un empleo retribuido; y estas concesiones no son del todo injustas, porque les recompensan un servicio útil a la nación: el de excitar y avivar las energías genuinamente nacionales, adormecidas y como momificadas. De ellos pudiera decirse que son como las especias: no se las puede comer a todo pasto; pero son utilísimas cuando las maneja un hábil cocinero.